Es en el momento de empezar cuando hay que cuidar atentamente que los equilibrios queden establecidos de la manera más exacta. Y esto lo sabe bien cada hermana Bene Gésserit. AsÃ, para emprender este estudio acerca de la vida de Muad’Dib, primero hay que situarlo exactamente en su tiempo: nacido en el 57º año del Emperador Padishah, Shaddam IV. Y hay que situar muy especialmente a Muad’Diben su lugar: el planeta Arrakis. Y no hay que dejarse engañar por el hecho de que nació en Caladan y vivió allà los primeros quince años de su vida. Arrakis, el planeta conocido como Dune, será siempre su lugar.
Del «Manual de Muad’Dib», por la Princesa Iruian.
En la semana que precedió a la partida hacia Arrakis, cuando el frenesà de los últimos preparativos habÃa alcanzado un nivel casi insoportable, una vieja mujer acudió a visitar a la madre del muchacho, Paul.
Era una suave noche en Castel Caladan, y las antiguas piedras que habÃan sido el hogar de los Atreides durante veintisiete generaciones estaban impregnadas de aquel húmedo frescor que presagiaba un cambio de tiempo.
La vieja mujer fue introducida por una puerta secreta y conducida a través del abovedado pasadizo hasta la habitación de Paul, donde pudo observarlo un instante mientras yacÃa en su lecho.
A la débil luz de una lámpara a suspensor que flotaba cerca del suelo, Paul, medio dormido, distinguÃa apenas la voluminosa silueta inmóvil en el umbral, y la de su madre, un paso más atrás. La vieja mujer era como la sombra de una bruja... con sus cabellos como tela de araña enmarañados alrededor de sus oscuras facciones y sus ojos brillando como piedras preciosas.
—¿No es un poco pequeño para su edad, Jessica? —preguntó la vieja mujer. Su voz silbaba y vibraba como la de un baliset mal afinado.
La madre de Paul respondió con su suave voz de contralto:
—Es bien sabido que entre los Atreides el crecimiento es algo tardÃo, Vuestra Reverencia.
—Se dice, se dice —siseó la vieja mujer—. Pero ya tiene quince años.
—SÃ, Vuestra Reverencia.
—Está despierto y nos está escuchando —dijo la vieja mujer—. Astuto pillo —se rió—. Pero la nobleza necesita de la astucia. Y si es realmente el Kwisatz Haderach... bien...
En las sombras de su lecho, Paul entrecerró los ojos hasta reducirlos a dos lÃneas. Dos óvalos brillantes como los de un pájaro, los ojos de la vieja mujer, parecieron dilatarse y llamear mientras se clavaban en los suyos.
—Duerme bien, astuto pillo —murmuró la vieja mujer—. Mañana necesitarás de todas tus facultades para afrontar mi gom jabbar.
Y desapareció, arrastrando afuera a su madre y cerrando la puerta con un ruido sordo.
Paul permaneció desvelado, preguntándose: ¿Qué será un jabbar?
Entre toda la confusión de aquel perÃodo de cambio, la vieja mujer era lo más extraño que habÃa podido ver.
Vuestra Reverencia.
Y ella se habÃa dirigido a su madre Jessica como a una sirvienta en lugar de como lo que ella era: una Dama Gésserit, la concubina de un duque y la madre del heredero ducal.
¿Es un gom jabbar algo de Arrakis que debo conocer antes de que vayamos all�, se preguntó.
Silabeó aquellas extrañas palabras: Gom jabbar... Kwisatz Haderach.
Eran tantas cosas que aprender. Arrakis era un lugar tan distinto a Caladan que la mente de Paul se perdÃa ante su solo pensamiento. Arrakis... Dune... el Planeta del Desierto.
Thufir Hawat, el Maestro de Asesinos de su padre, le habÃa explicado: sus mortales enemigos, los Harkonnen, habÃan residido en Arrakis durante ochenta años, gobernando el planeta en un cuasifeudo bajo un contrato con la CompañÃa CHOAM para la extracción de la especia geriátrica, la melange. Ahora, los Harkonnen iban a ser reemplazados por la Casa de los Atreides en plenofeudo... una aparente victoria para el Duque Leto. Pero, habÃa dicho Hawat, esta apariencia contenÃa un peligro mortal, ya que el Duque Leto era popular entre las Grandes Casas del Landsraad.
—Un hombre demasiado popular provoca los celos de los poderosos —habÃa dicho Hawat.
Arrakis... Dune... el Planeta del Desierto.
Paul se durmió de nuevo y soñó en una caverna arrakena, con seres silenciosos irguiéndose a su alrededor a la pálida claridad de los globos. Todo era solemne, como en el interior de una catedral, y oÃa un débil sonido, el dripdripdrip del agua. Aún soñando, Paul sabÃa sin embargo que al despertar lo recordarÃa todo. Siempre recordaba sus sueños premonitorios.
El sueño se desvaneció.
Paul se despertó en el tibio lecho y pensó... pensó. Aquel mundo de Castel Caladan, donde no tenÃa juegos ni compañeros de su edad, quizá no mereciera la menor tristeza. El doctor Yueh, su preceptor, le habÃa dado a entender de forma ocasional que el sistema de castas de los faufreluches no era tan rÃgido en Arrakis. En el planeta habÃa gente que vivÃa al borde del desierto sin un caid o un bashar que la gobernase: los llamados Fremen, elusivos como el viento del desierto, que ni siquiera figuraban en los censos de los Registros Imperiales.
Arrakis... Dune... el Planeta del Desierto.
Paul sintió sus propias tensiones y decidió practicar uno de los ejercicios corporalesmentales que le habÃa enseñado su madre. Tres rápidas inspiraciones desencadenaron las respuestas: entró en estado de percepción flotante... ajustó su conciencia... dilatación aórtica... alejamiento de todo mecanismo no focalizado... concienciación deliberada... enriquecimiento de la sangre e irrigación de las regiones sobrecargadas... nadie obtiene alimento-seguridad-libertad sólo con el instinto... La consciencia animal no se extiende más allá de un momento dado, como tampoco admite la posibilidad de la extinción de sus vÃctimas... el animal destruye y no produce... los placeres animales permanecen encerrados en el nivel de las sensaciones sin alcanzar la percepción... el ser humano necesita una escala graduada a través de la cual poder ver el universo... una consciencia selectivamente focalizada, esto forma su escala... La integridad del cuerpo depende del flujo nervioso-sanguÃneo, sensible a las necesidades de cada una de las células... todos los seres/células/cosas son no permanentes... todo lucha para mantener el flujo de la permanencia...
La lección pasó y pasó a través de la flotante consciencia de Paul.
Cuando el alba tocó la ventana con su luz amarillenta, Paul la sintió a través de sus cerrados párpados; los abrió, oyendo los ecos de la actividad del castillo, y los fijó en el dibujo del artesonado del techo.
La puerta del vestÃbulo se abrió y apareció su madre, con sus cabellos color bronce oscuro sujeto, formando como una corona mediante una cinta negra, su rostro ovalado impasible y sus ojos verdes con una expresión solemne.
—Estás despierto —dijo—. ¿Has dormido bien?
—SÃ.
La observó, estudiándola, y notó la tensión en el movimiento de sus hombros mientras escogÃa su ropa de las perchas en el armario. Cualquier otro no se hubiera dado cuenta de aquella tensión, pero él habÃa sido educado a la Manera Bene Gésserit... a través de la más minuciosa observación. Su madre se volvió, presentándole una casaca de semiceremonia con el halcón rojo, emblema de los Atreides, bordado en el bolsillo.
—Apresúrate y vÃstete —dijo—. La Reverenda Madre está esperando.
—Una vez soñé con ella —dijo Paul—. ¿Quién es?
—Fue mi preceptora en la escuela Bene Gésserit. Hoy es la Decidora de Verdad del Emperador. Y, Paul... —vaciló—. Tienes que hablarle de tus sueños.
—Lo haré. ¿Es ella la razón de que nos hayan dado Arrakis?
—No nos han dado Arrakis —Jessica sacudió un par de pantalones y los colocó junto a la casaca, al lado del lecho—. No debes hacer esperar a la Reverenda Madre.
Paul se sentó y pasó los brazos alrededor de sus rodillas.
—¿Qué es un gom jabbar?
El adiestramiento que habÃa recibido le hizo percibir de nuevo la invisible excitación de su madre, una motivación nerviosa que reconoció como miedo.
Jessica se acercó a la ventana, corriólas cortinas y durante un instante contempló, al otro lado del rÃo, el monte Syubi.
—Pronto sabrás lo que es el gom jabbar... demasiado pronto —dijo.
Una vez más notó el miedo en su voz, y se sintió intrigado.
Jessica habló sin volverse:
—La Reverenda Madre está esperando en mis salones. Por favor, apresúrate.
La Reverenda Madre Gaius Helen Mohiam estaba sentada en una silla tapizada, observando acercarse a madre e hijo. A uno y otro lado, las ventanas se abrÃan sobre la curva del rÃo que corrÃa hacia el sur y las tierras de cultivo de los Atreides, pero la Reverenda Madre ignoraba el paisaje. Aquella mañana le pesaban los años, lastrando sus hombros. HacÃa responsable de ello a aquel viaje a través del espacio, asociado con aquella abominable CofradÃa Espacial y sus oscuros designios. Pero aquella era una misión que requerÃa la atención personal de una Bene Gésserit con la Mirada. Y ni siquiera la propia Decidora de Verdad del Emperador Padishah podÃa declinar tal responsabilidad cuando el deber la llamaba.
¡Condenada Jessica!, exclamó para sà la Reverenda Madre.
¡Si al menos nos hubiera engendrado una chica como se le habÃa ordenado!
Jessica se detuvo a tres pasos de la silla y esbozó una pequeña reverencia, con un ligero movimiento de su mano izquierda pellizcando apenas su falda. Paul se dobló en una breve inclinación, como le habÃa enseñado su maestro de danza que debÃa hacerse... para usarlo en las ocasiones «en que no hay ninguna duda acerca del rango de la otra persona».
Los matices de la actitud de Paul no pasaron inadvertidos para la Reverenda Madre.
—Es prudente, Jessica —dijo.
La mano de Jessica apretó el hombro de Paul. Por un latido de corazón, el miedo pulsó a través de su palma. Pero recuperó rápidamente el control.
—Asà ha sido educado, Vuestra Reverencia.
¿Qué es lo que teme?, se preguntó Paul.
La vieja mujer estudió a Paul, cada detalle de él, en una sola mirada: el rostro ovalado como el de Jessica, aunque más decidido... Cabellos: muy negros como los del Duque pero con la lÃnea de la frente del abuelo materno, aquel que no puede ser nombrado, asà como su nariz, fina y desdeñosa; y los ojos verdes y penetrantes del viejo Duque, su abuelo paterno ya muerto.
Aquél sà que era un hombre que apreciaba el poder de la bravura... incluso en la muerte, pensó la Reverenda Madre.
—La educación es una cosa —dijo—, los ingredientes de base otra. Ya veremos —sus viejos ojos fulminaron a Jessica con una dura mirada—. Déjanos. Te ordeno que practiques la meditación de paz.
Jessica retiró su mano del hombro de Paul.
—Vuestra Reverencia, yo...
—Jessica, sabes que hay que hacerlo.
Paul alzó sus ojos hacia su madre, perplejo.
Jessica se envaró.
—SÃ... por supuesto.
Paul volvió a mirar a la Reverenda Madre.
La cortesÃa, y el obvio poder de la vieja mujer sobre su madre, aconsejaban prudencia. Sin embargo, sintió crecer una rabiosa aprensión ante el miedo que irradiaba de su madre.
—Paul... —Jessica inspiró profundamente—... esta prueba a la que vas a ser sometido... es importante para mÃ.
—¿Prueba? —la miró.
—Recuerda que eres el hijo de un Duque —dijo Jessica. Dio media vuelta y abandonó el salón a largos pasos, con un seco roce de su vestido. La puerta se cerró sólidamente a sus espaldas.
Paul hizo frente a la vieja mujer, dominando su irritación.
—¿Desde cuándo se echa a Dama Jessica como si fuese una
sirvienta?
Por un instante se dibujó una sonrisa en los ángulos de aquella vieja boca.
—Dama Jessica fue mi sirvienta, muchacho, durante catorce años, en la escuela —inclinó la cabeza—. Y una buena sirvienta, debo reconocerlo. ¡Y ahora, tú, acércate!
La orden fue como un latigazo. Paul se dio cuenta de que habÃa obedecido incluso antes de haber pensado en ello. Ha usado la voz contra mÃ, se dijo. Ella lo detuvo con un gesto, cerca de sus rodillas.
—¿Ves esto? —preguntó. Sacó de entre los pliegues de su ropa un cubo de metal verde que tenÃa alrededor de quince centÃmetros de lado. Lo hizo girar, y Paul vio que uno de sus lados estaba abierto... negro y extrañamente aterrador. Ninguna luz penetraba en su abierta oscuridad.
—Mete tu mano derecha en esta caja —dijo ella.
El miedo se apoderó de Paul. Retrocedió, pero la vieja mujer dijo:
—¿Es asà como obedeces a tu madre?
Afrontó la mirada de sus brillantes ojos de pájaro.
Lentamente, consciente de las compulsiones que surgÃan de su interior y no podÃa rechazar, Paul metió su mano dentro de la caja. Al principio experimentó una sensación de frÃo a medida que la oscuridad se acercaba en torno a su mano, después sintió el contacto del liso metal en sus dedos y un hormigueo, como si su mano se adormeciera.
Una mirada de rapaz apareció en el rostro de la vieja mujer. Apartó su mano derecha de la caja y la puso, cerrada, al lado de la nuca de Paul. Este vio un destello metálico y quiso volver la cabeza.
—¡Quieto! —dijo ella secamente.
¡Está usando de nuevo la Voz! Ella observó de nuevo fijamente su rostro.
—Tengo sujeto el gom jabbar cerca de tu cuello —dijo—. El gom jabbar, el peor enemigo. Es una aguja con una gota de veneno en la punta. ¡Quieto! No te muevas, o el veneno te morderá.
Paul intentó deglutir, pero su garganta estaba seca. No conseguÃa apartar su atención de aquel viejo rostro arrugado, aquellos ojos brillantes, aquellas encÃas pálidas, aquellos dientes de metal plateado que brillaban a cada palabra.
—El hijo de un Duque debe saber acerca de venenos —dijo—. Es algo de nuestro tiempo, ¿no? El Musky, para envenenar tu bebida. El Aumas, para envenenar tu comida. Los venenos rápidos, los venenos lentos y los intermedios. Este es uno nuevo para ti: el gom jabbar. Sólo mata a los animales.
El orgullo dominó el miedo de Paul.
—¿Pretendéis insinuar que el hijo de un Duque es un animal? —preguntó.
—Digamos que sugiero que puedes ser humano —dijo—. ¡No te muevas! Te lo advierto, no intentes escapar de mi lado. Soy vieja, pero mi mano puede clavar esta aguja en tu cuello antes de que consigas alejarte lo suficiente.
—¿Quién sois? —siseó Paul—. ¿Cómo habéis hecho para engañar a mi madre y conseguir que me dejara a solas con vos? ¿Habéis sido enviada por los Harkonnen?
—¿Los Harkonnen? ¡Cielos, no! Ahora, cállate —un seco dedo tocó su nuca, y tuvo que refrenar su involuntaria urgencia de escapar de allÃ.
—Muy bien —dijo ella—. Has pasado la primera prueba. Ahora, esto es lo que falta: si retiras tu mano de la caja, morirás. Esta es la única regla. Deja tu mano en la caja, y vivirás. QuÃtala, y morirás.
Paul inspiró profundamente para evitar un estremecimiento.
—Si llamo, en un momento esto estará lleno de sirvientes que caerán sobre vos, y seréis vos quien morirá.
—Los sirvientes no irán más allá de donde está tu madre, custodiando esta puerta. Puedes estar seguro. Tu madre sobrevivió a esta prueba. Ahora ha llegado tu turno. Siéntete honrado. Es raro que sometamos a los chicos a ella.
La curiosidad redujo el miedo de Paul hasta un nivel controlable. HabÃa detectado la verdad en las palabras de la vieja mujer, no podÃa negarlo. Si su madre estaba allá fuera de guardia... si realmente se trataba de una prueba... Y fuera como fuese, sabÃa que no podÃa sustraerse a ella, atrapado por aquella mano cerca de su nuca: el gom jabbar. Trajo a su mente las palabras de la LetanÃa contra el Miedo del ritual Bene Gésserit, tal como su madre se las habÃa enseñado:
No conoceréis al miedo. El miedo mata la mente. El miedo es la pequeña muerte que conduce a la destrucción total. Afrontaré mi miedo. Permitiré que pase sobre mà y a través de mÃ. Y cuando haya pasado, giraré mi ojo interior para escrutar su camino. Allá donde haya pasado el miedo ya no habrá nada. Sólo estaré yo.
Sintió que la calma volvÃa a él y dijo:
—Terminemos ya con esto, vieja mujer.
—¡Vieja mujer! —gritó ella—. Tienes valor, no puede negarse. Bien, vamos a ver esto, señor mÃo —se inclinó hacia él y su voz se convirtió en un susurro—. Vas a sentir dolor en la mano, y mi gom jabbar tocará tu cuello... y la muerte será tan rápida como el hacha del verdugo. Retira la mano, y el gom jabbar te matará. ¿Has comprendido?
—¿Qué hay en la caja?
—Dolor.
El escozor se hizo más intenso en su mano. Apretó los labios. ¿Cómo es posible que esto sea una prueba?, se preguntó. El escozor se convirtió en comezón.
—¿Has oÃdo hablar de los animales que se devoran una pata para escapar de una trampa? —dijo la vieja mujer—. Esa es la astucia a la que recurrirÃa un animal. Un humano permanecerá cogido en la trampa, soportará el dolor y fingirá estar muerto para coger por sorpresa al cazador y matarlo, y eliminar asà un peligro para su especie.
La comezón aumentó en intensidad, hasta llegar a quemar.
—¿Por qué me hacéis esto? —preguntó.
—Para determinar si eres humano. Ahora, silencio.
Paul cerró fuertemente su mano izquierda, mientras la sensación de quemadura aumentaba en la otra mano. CrecÃa lentamente: calor y más calor... y más calor. Sintió que las uñas de su manó izquierda se clavaban en su palma. Intentó sostener los dedos de su mano que ardÃa, pero no consiguió moverlos.
—Se está quemando —siseó.
—¡Silencio!
El dolor ascendió por su brazo. El sudor perló su frente. Cada fibra de su cuerpo le gritaba que retirara su mano de aquel pozo ardiendo... pero... el gom jabbar. Sin volver la cabeza, intentó mover sus ojos para ver aquella terrible aguja envenenada acechando a su cuello. Se dio cuenta de que jadeaba e intentó dominarse sin conseguirlo.
¡Dolor!
Su mundo se vació por completo excepto su mano derecha inmersa en aquella agonÃa y aquel rostro surcado de arrugas que lo miraba fijamente a pocos centÃmetros del suyo.
Sus labios estaban tan secos que le costó separarlos.
¡Quema! ¡Quema!
Le pareció que la piel de aquella mano agonizante se arrugaba y ennegrecÃa, se agrietaba, caÃa, dejando tan sólo huesos carbonizados.
¡Y luego todo cesó!
Como un interruptor que hubiera cortado el flujo de la corriente, el dolor cesó.
Paul sintió que su brazo derecho temblaba, el sudor seguÃa chorreando por todo su cuerpo.
—Ya basta —murmuró la vieja mujer—. ¡Kull wahad! Ningún hijo de mujer habÃa tenido que soportar nunca tanto. Es como si hubiera querido que fracasaras —se retiró, apartando el gom jabbar de su cuello—. Retira tu mano de la caja, joven, y mÃratela.<