Prólogo
Pérdidas sufridas
La pérdida de una bestia a la que se está vinculado resulta difÃcil de explicar a aquellos que no portan la Maña. Quienes resuelven la muerte de un animal con comentarios como «Solo era un perro» nunca lo entenderán. Algunos, más comprensivos, lo ven como el fenecimiento de una mascota muy apreciada. Incluso los que intuyen que «Debe de ser como perder a un hijo o a una esposa» siguen sin concebir la verdadera magnitud de la tragedia. Perder a la criatura a la que se estaba vinculado deja un vacÃo mucho mayor que la desaparición de un compañero o la persona a quien amamos. Sentà como si de pronto me hubieran cercenado la mitad del cuerpo. La vista se me nubló y la insipidez de los alimentos me quitó el apetito. Dejé de oÃr con la agudeza de antes y
El manuscrito, iniciado muchos años atrás, concluye con una maraña de manchurrones y furiosas estocadas de mi pluma. Recuerdo el momento en el que me di cuenta de que habÃa dejado de escribir generalidades para centrarme en mi interpretación personal e Ãntima del dolor. Algunas partes del documento se encuentran arrugadas, recuerdo de los momentos en los que lo tiré al suelo para pisotearlo después. Lo que me extraña es el hecho de que me limitara a darle una patada en lugar de arrojarlo a las llamas. No sé quién se apiadarÃa del maldito texto y decidirÃa arrinconarlo en la estanterÃa de los manuscritos. Tal vez Tordo, con su modo metódico e inconsciente de hacer sus tareas. En verdad, yo no encuentro nada que hubiera preferido conservar.
Casi siempre que he empezado a escribir algo ha sucedido lo mismo. Con frecuencia, al intentar redactar la historia de los Seis Ducados he terminado perdiéndome en la mÃa propia. Si comenzaba a perfilar un tratado sobre herbolaria, mi pluma acababa divagando acerca de los distintos tratamientos para las dolencias de la Habilidad. Mis estudios sobre los Profetas Blancos profundizan en exceso en la relación que guardan con sus catalizadores. Ignoro si es la vanidad lo que siempre me lleva a centrarme en mi experiencia, o si mis textos no suponen más que un esfuerzo lamentable de explicarme mi vida a mà mismo. Los años han transcurrido con su plétora de encrucijadas y, una noche tras otra, sigo cogiendo la pluma y sentándome a escribir. Aún hoy sigo luchando por comprender quién soy. Aún hoy sigo haciéndome la misma promesa: «la próxima vez lo haré mejor», llevado por la arrogancia, tan humana, de dar por hecho que siempre se me brindará una «próxima vez».
No fue eso lo que hice, empero, cuando perdà a Ojos de Noche. Nunca me prometà que algún dÃa volverÃa a vincularme, y que harÃa mejor las cosas con el apoyo de mi nuevo compañero. Esa postura habrÃa supuesto una traición. La muerte de Ojos de Noche me habÃa destrozado el alma. Durante los dÃas que siguieron anduve malherido, ignorante del verdadero alcance de la mutilación que acababa de sufrir. Actuaba como quien se queja del picor que sigue sintiendo en una pierna amputada. El hormigueo hace que dejes de darle vueltas a la insoportable certeza de que pasarás el resto de la vida cojeando. AsÃ, el pesar que su muerte me produjo en un primer momento ocultaba el verdadero daño que se me habÃa infligido. Estaba confuso y creÃa que el dolor y el sentimiento de pérdida que me embargaban se reducÃan a la misma cosa, cuando en realidad el uno no era sino un sÃntoma del otro.
En cierto modo, inicié una nueva etapa de madurez. No se trataba de que me hubiera hecho adulto, sino de que poco a poco empezaba a tomar conciencia de mà mismo como individuo. Las circunstancias me habÃan lanzado de cabeza al mar de intrigas que azotaba la corte del castillo de Torre del Alce. Contaba con la amistad del bufón y Chade. Estaba a punto de comenzar una relación seria con Jinna la bruja Vulgar. Mi hijo, Percán, se habÃa entregado con pasión tanto a su aprendizaje como al amor, y parecÃa debatirse desesperadamente entre el uno y el otro. El joven prÃncipe Dedicado, quien muy pronto celebrarÃa sus desposorios con la narcheska marginada, me habÃa tomado como mentor; no solo para que lo instruyera en la Habilidad y la Maña, sino para que lo guiase entre las procelosas aguas de la adolescencia y la madurez. No me faltaba quien se preocupara por mÃ, ni por quien sentir un profundo cariño. Y pese a todo, me encontraba más solo de lo que habÃa estado nunca.
Lo que más me extrañó fue lo mucho que tardé en entender que ese aislamiento lo habÃa elegido yo.
Ojos de Noche era imposible de sustituir; habÃa operado un cambio en mà durante los años que habÃamos compartido. El animal no aportaba mi otra mitad; juntos, conformábamos un todo. Incluso cuando Percán llegó a nuestra vida, los dos lo consideramos un menor del que debÃamos responsabilizarnos. El lobo y yo constituÃamos la unidad que tomaba las decisiones. La alianza se sustentaba tanto sobre él como sobre mÃ. Con su marcha, sentà que jamás volverÃa a establecer una relación igual con nadie, ni animal ni humano.
Cuando era un muchacho y pasaba el tiempo en compañÃa de lady Paciencia y su compañera Cordonia, a menudo las oÃa hablar sin reparos sobre los hombres de la corte. Las dos daban por hecho que si una persona llegaba soltera a la treintena estaba destinada a permanecer asÃ. «Es de costumbres fijas», declaraba Paciencia cada vez que cuchicheaban acerca de algún lord entrecano que de pronto empezaba a cortejar a una muchacha. «La primavera le ha alterado la sangre, pero ella no tardará en darse cuenta de que él ya no tiene sitio en su vida para una pareja. Lleva demasiado tiempo viviendo solo.»
Y asÃ, muy poco a poco, empecé a verme a mà mismo. A menudo me sentÃa solo. SabÃa que la Maña buscaba compañÃa. Pero ni ese sentimiento ni esa búsqueda eran más que un reflejo, la contracción nerviosa de una extremidad amputada. Nadie, persona o animal, podrÃa jamás llenar el vacÃo que Ojos de Noche habÃa dejado en mi vida.
Asà se lo hice saber al bufón durante una de las escasas conversaciones que mantuvimos de regreso a Torre del Alce. Fue una de las noches en las que acampamos junto al camino. Lo habÃa dejado con el prÃncipe Dedicado y Laurel, la cazadora de la reina. Estaban acurrucados junto al fuego, protegiéndose como podÃan del frÃo de la noche y apurando la escasa comida. El prÃncipe se mostraba abstraÃdo y malhumorado, apesadumbrado todavÃa por la pérdida de la gata. Para él mi proximidad equivalÃa a acercar una mano a una llama después de habérsela quemado, lo cual acentuaba el dolor que yo sentÃa. De modo que, con la excusa de que iba a por leña para la hoguera, me alejé del grupo.
El invierno anunció su llegada con una noche opaca y gélida. El mundo penumbroso se habÃa desprendido de todo rastro de color y, lejos del resplandor de la hoguera, comencé a andar a tientas, como un topo, en busca de leña. Al final desistà y me senté sobre una roca que habÃa junto al arroyo para esperar a que mis ojos se adaptasen a la oscuridad. Pero allà sentado, a solas, mientras el frÃo hacÃa presa en mÃ, se me quitaron las ganas de buscar madera y, de hecho, de hacer cualquier otra cosa. Permanecà sentado, la vista extraviada, escuchando el borboteo del agua y dejando que la noche me imbuyera de su melancolÃa.
El bufón se acercó a mÃ, caminando sigiloso a través de la negrura. Se sentó en la tierra, a mi lado, y durante unos instantes ninguno de los dos dijo nada. Al cabo alargó el brazo y me puso la mano en el hombro.
—Ojalá pudiera ayudarte a superar tu duelo —deseó.
Era una declaración huera, y asà pareció sentirlo él también, porque tras manifestar su intención guardó silencio. Acaso el fantasma de Ojos de Noche me reprochase que insistiera en mostrarme desabrido y callado con nuestro amigo, ya que pasados unos momentos busqué algunas palabras con las que salvar la oscuridad que nos distanciaba.
—Es como el corte que tienes en la cabeza, bufón. El tiempo lo curará, pero por mucho que los demás quieran lo mejor para ti, la herida no sanará antes. Aunque existiera algún modo de aliviar el dolor, alguna hierba o bebida que lo mitigara, no tendrÃa elección. Nada hará su muerte más soportable. Lo único que puedo esperar es acostumbrarme a estar solo.
Pese a que hice cuanto pude por evitarlo, mi explicación no dejó de sonar a reproche. Aún peor, pareció que me compadecÃa de mà mismo. Debo reconocerle a mi amigo el que no se lo tomara como una ofensa. De hecho, se levantó con un movimiento grácil.
—Te dejaré a solas, entonces. Creo que prefieres afrontar el duelo sin compañÃa, y si es ese el caso, respetaré tu decisión. No me parece la más sensata, pero la respetaré. —Hizo una pausa y exhaló un suspiro leve—. Intuyo que estoy comprendiendo algo sobre mà mismo; he venido porque querÃa que supieras que soy consciente de tu sufrimiento. No porque pueda librarte de él, sino porque querÃa hacerte saber que comparto tu dolor por medio de la relación que nos une. Sospecho que hay cierto egoÃsmo en ello; me refiero a mi deseo de que a ti también te conste. Cuando el peso de una carga se comparte es más fácil sobrellevarla; se puede establecer un vÃnculo entre quienes la aguantan. Asà nadie tiene por qué soportarla en soledad.
Sentà que sus palabras encerraban cierta sabidurÃa, algo acerca de lo que deberÃa recapacitar, pero estaba demasiado cansado y afligido para considerarlo con detenimiento.
—Enseguida regreso a la hoguera —me limité a decir, lo que bastó al bufón para saber que la conversación habÃa terminado. Retiró la mano de mi hombro y se alejó.
No fue hasta unos momentos después, al reflexionar sobre lo que me habÃa dicho, cuando lo entendÃ. Estaba optando por apartarme; no se trataba de la consecuencia inevitable del perecimiento del lobo, ni de una decisión tomada después de sopesarla en profundidad. Me habÃa decantado por entregarme a la soledad, por cortejar a mi dolor. No era la primera vez que escogÃa ese camino.
Manejé el pensamiento con cautela, pues era lo bastante afilado para matarme. Fui yo quien eligió vivir aislado en la cabaña con Percán durante años. Nadie me obligó a exiliarme de esa manera. La ironÃa radicaba en que aquella fue la materialización del deseo que tantas veces habÃa expresado. Me pasé toda mi juventud diciendo que lo que de verdad querÃa era vivir en un lugar donde pudiera tomar mis propias decisiones, ajeno a los «deberes» propios de mi cuna y mi posición. Hasta que el destino no satisfizo mi voluntad, no supe el precio que debÃa pagar. PodÃa zafarme de mis responsabilidades para con los demás y vivir como me placiese únicamente si además rompÃa los lazos que me unÃan a ellos. No podÃa tener las dos cosas. Formar parte de una familia, o de una comunidad, implica asumir deberes y responsabilidades, ceñirse a las reglas del grupo. Llevaba tiempo alejado de todo eso, pero ahora sabÃa que fue mi decisión. Fui yo quien decidió renunciar a mis responsabilidades con mi familia, y acepté pagarlo con el consiguiente aislamiento. En su dÃa me repetÃa a mà mismo una y otra vez que eso era lo que el destino me habÃa deparado. De igual modo, ahora estaba tomando otra decisión, aunque intentaba convencerme de que tan solo me limitaba a seguir la senda por la que el destino pretendÃa llevarme a la fuerza.
Admitir que tú mismo eres la causa de tu soledad no sirve para acabar con ella. Pero ayuda a comprender que no es inevitable, y que la decisión se puede revocar.
1
Los picazos
Los picazos siempre han asegurado que lo único que deseaban era poner fin a la persecución a la que los Mañosos de los Seis Ducados venÃan siendo sometidos desde hacÃa generaciones. Se podrÃa decir que esta aseveración es mentira además de un artero engaño. Los picazos ansiaban el poder. Su intención era moldear a la totalidad de los Mañosos de los Seis Ducados con el fin de formar un colectivo unido que se alzase para tomar el control de la monarquÃa y situar a los suyos en el poder. Parte de su estratagema consistÃa en declarar que todos los reyes posteriores a la abdicación de Hidalgo fueron simples pretendientes, que se impidió de manera equivocada que Traspié Hidalgo VatÃdico heredase el trono debido a su bastardÃa. Las leyendas sobre el Bastardo Leal, quien regresó de la tumba para servir al rey Veraz durante su búsqueda, se extendieron más allá de lo imaginable, atribuyendo a Traspié Hidalgo una serie de poderes que elevaban al Bastardo a la condición de semidiós. AsÃ, también se conocÃa a los picazos por el nombre de Culto del Bastardo.
En principio estas ridÃculas manifestaciones debÃan darle cierta legitimidad al empeño de los picazos por derrocar a los VatÃdico y llevar al trono a uno de los suyos. Con este fin los picazos iniciaron una inteligente campaña, consistente en obligar a los Mañosos a aliarse con ellos si no querÃan correr el riesgo de que los delataran. Acaso esta táctica fuese concebida a partir de la figura de Kebal Ganapán, cabeza de los marginados durante la Guerra de las Velas Rojas, puesto que se dice que aquellos que lo seguÃan no lo hacÃan llevados por su carisma, sino por el miedo a lo que podrÃa hacerles a sus casas y familias si se negaban a plegarse a sus planes.
La técnica de los picazos era muy sencilla. O las familias mancilladas por la magia de la Maña se sumaban a su alianza o se les desenmascaraba por medio de acusaciones públicas que derivaban en su ejecución. Se comenta que a menudo los picazos iniciaban sus ataques insidiosos actuando contra aquellos que rodeaban a una determinada casa poderosa, de modo que primero delataban a algún sirviente o a algún primo menos adinerado, mientras dejaban claro que si el cabeza de la obstinada familia no accedÃa a satisfacer sus deseos, también él conocerÃa el mismo fin.
Esta táctica no es propia de un grupo que desea que se deje de perseguir a los suyos. Es propia de una facción inclemente decidida a ascender al poder, para lo cual primero debe sojuzgar a sus miembros.
ROWELL,
La conspiración de los picazos
HabÃa llegado el relevo de la guardia. El tañido y el grito que el vigilante de la ciudad emitió llegaron amortiguados por la tormenta, pero aun asà los oÃ. La noche acababa de terminar oficialmente; dentro de poco amanecerÃa y yo aún estaba en la cabaña de Jinna esperando a que Percán regresase. Jinna y yo compartÃamos el calor de su acogedora hoguera. Su sobrina, que ya habÃa vuelto, se detuvo a charlar un rato con nosotros antes de acostarse. Jinna y yo estábamos matando el tiempo, echando un leño tras otro al fuego y hablando de trivialidades. La humilde morada de la bruja Vulgar era cálida y cómoda; su compañÃa me resultaba agradable y esperar al chico terminó por convertirse en una excusa para hacer lo que querÃa, lo cual no era otra cosa que permanecer sentado en silencio.
La conversación fluÃa a saltos. Jinna me preguntó qué tal habÃa ido el recado que debÃa atender. Le dije que se trataba de un asunto de mi amo y que yo solo me limité a acompañarlo. A fin de que la explicación no sonara demasiado brusca, añadà que lord Dorado habÃa adquirido algunas plumas para su colección, tras lo que desvié la charla hacia el tema de Mibruna. SabÃa que en realidad Jinna no sentÃa interés por mi cabalgadura, pero tuvo el gesto de escucharme. Las palabras llenaron apaciblemente la reducida distancia que nos separaba.
En realidad el recado no consistió en una búsqueda de plumas, y tuvo que ver más conmigo que con lord Dorado. Juntos salvamos al prÃncipe Dedicado de los picazos, quienes entablaron amistad con él para después capturarlo. Lo llevamos de regreso a Torre del Alce sin que ningún noble sospechara nada. Esta noche la aristocracia de los Seis Ducados celebraba un festÃn y mañana formalizarÃa los desposorios del prÃncipe Dedicado con Elliania, la narcheska de las Islas del Margen. En apariencia, todo estaba como siempre.
Pocos imaginaban el alto precio que el prÃncipe y yo pagamos para que las cosas siguieran su curso normal. La gata a la que el prÃncipe estaba vinculado por medio de la Maña tuvo que sacrificarse para salvarle la vida. Yo perdà a mi lobo. Porque durante casi una veintena de años, Ojos de Noche habÃa sido mi otro yo, el contenedor de la mitad de mi alma. Ahora ya no estaba. Tuvo lugar un cambio muy profundo en mi vida, tanto como el que se produce cuando un farol se apaga en una estancia penumbrosa. Su ausencia parecÃa tangible, una carga que debÃa soportar junto a la de mi pena. Las noches se hacÃan más oscuras. Nadie me vigilaba las espaldas. Y aun asÃ, sabÃa que seguirÃa viviendo. A veces esa certeza se convertÃa en la peor parte de mi pérdida.
Me contuve antes de abandonarme por completo a la autocompasión. Yo no era el único que se habÃa quedado sin su compañero. A pesar de que el prÃncipe llevaba menos tiempo vinculado a su gata, me constaba que su sufrimiento era inmenso. El vÃnculo mágico que la Maña establece entre una persona y un animal alcanza una gran complejidad. Cortarlo nunca resulta fácil. No obstante, el muchacho terminó por dominar su dolor y ahora seguÃa cumpliendo con sus deberes demostrando una gran ecuanimidad. Al menos yo no tenÃa que enfrentarme a mis desposorios mañana por la noche. En cuanto regresamos a Torre del Alce, ayer por la tarde, el prÃncipe hubo de asumir nuevamente su rutina. Anoche asistió a las ceremonias de bienvenida a su futura esposa. Esta noche debÃa sonreÃr y comer, hablar con unos y otros, aceptar buenos deseos, bailar y aparentar sentirse satisfecho con lo que el destino y su madre habÃan decretado para él. Pensé en las luces deslumbrantes, la música estridente, las carcajadas y las conversaciones a gritos. Meneé la cabeza compadecido de él.
—¿Y qué es lo que te hace mover asà la cabeza, Tom Mechatejón?
La pregunta de Jinna me sacó de mi ensimismamiento, haciéndome comprender que el silencio se habÃa alargado en exceso. Tomé todo el aire que pude y recurrà a una mentira fácil.
—La tormenta no tiene pinta de amainar, ¿verdad? Me lamentaba por los que hayan tenido que salir esta noche. Doy gracias por no contarme entre ellos.
—SÃ, y a eso yo añadiré que doy gracias por la compañÃa —dijo ella con una sonrisa.
—Lo mismo digo —aporté con algún embarazo.
Pasar la noche con la amena compañÃa de una mujer tan agradable suponÃa una nueva experiencia para mÃ. El gato de Jinna ronroneaba acurrucado en mi regazo mientras ella tejÃa a mano labores de punto. La acogedora calidez del resplandor de la hoguera se reflejaba en las mechas cobrizas del cabello rizado de Jinna y el racimo de pecas que salpicaban su rostro y antebrazos. TenÃa un rostro bien perfilado, no hermoso, pero sà apacible y amable. La conversación habÃa serpenteado entre un tema y otro a lo largo de la velada, desde las hierbas con las que habÃa hecho el té hasta el modo en que las hogueras que se encienden con madera de deriva