En marzo de este año el mago argentino Hans Chans (su nombre verdadero era Pedro MarÃa Gregorini) asistió a una convención de ilusionistas en Panamá; el evento, tal como lo exponÃa la invitación y el folleto promocional, era una reunión regional de profesionales prestigiosos, preparatoria del gran congreso mundial del año siguiente, que se celebraba cada diez años y esta vez tocaba en Hong Kong. El anterior habÃa sido en Chicago y él no habÃa asistido. Ahora se proponÃa no sólo participar sino establecerse de una vez como El Mejor Mago del Mundo. La idea no era descabellada ni megalomanÃaca; tenÃa un fundamento tan razonable como curioso: Hans Chans era un mago de verdad. Ni él sabÃa cómo ni por qué, pero lo era. PodÃa anular a voluntad las leyes del mundo fÃsico, y hacer que objetos, animales o personas, él mismo incluido, aparecieran o desaparecieran, se desplazaran, se transformaran, multiplicaran, flotaran en el aire, en una palabra que hicieran lo que él quisiera. Evidentemente, un don, rarÃsimo, quizás único. Lo que sus colegas lograban al cabo de laboriosos preparativos, con máquinas complicadas y bien calculados engaños a la percepción del público, él podÃa hacerlo sin engaño, sin trabajo, con perfecta espontaneidad.
No era descabellado entonces que tuviera la intención de hacerse conocer como el mejor. Dotado como estaba, lo raro era que no lo hubiera conseguido todavÃa. Él mismo no lo entendÃa. Durante veinte años habÃa venido haciendo una carrera normal y bastante exitosa, pero seguÃa siendo uno más. Quizás estaba bien asÃ: primero debÃa ser uno más, para poder escalar posiciones y llegar a ser el número uno. La posibilidad de que su don saliera a la luz le causaba pánico, porque en ese caso se volverÃa un fenómeno, y no sabÃa en qué pesadilla podÃa convertirse su vida. Dentro de todo, cuando lo pensaba frÃamente, creÃa haber manejado las cosas del modo más razonable. Todo el mundo soñaba con tener «poderes», pero nadie se pone a considerar en serio qué hacer con ellos en la práctica. Su estrategia habÃa sido disimularse entre los que mejor imitaban la posesión de esos poderes, es decir, ilusionistas y prestidigitadores, y, ya que él los tenÃa de verdad, usarlos para ganarse la vida del modo más fácil. Le bastaba con hacer los gestos, y obtener los resultados. Salvo que no habÃa sido tan fácil. Porque la profesión de mago, más allá de lo que se hacÃa en el escenario, tenÃa todo el engorro de los teatros, los contratos, la taquilla, las giras. Sin querer, sólo por elegir la actividad en la que podÃa sacar provecho más expeditivo de su don, se habÃa vuelto un mago profesional más. A veces se preguntaba si no habrÃa habido un modo más fácil: por ejemplo, hacer aparecer dinero en su mano, cosa que podÃa hacer perfectamente. Pero los billetes están numerados, y no sabÃa si eso le podÃa traer problemas. O hacer aparecer cosas, como ropa, comida, artefactos… Lo habÃa hecho, y lo hacÃa de vez en cuando, a solas, pero siempre era problemático: la comida era mejor en el restaurante, o preparada por una cocinera, y con los objetos se sentÃa incómodo (en general los hacÃa desaparecer al poco tiempo), porque no tenÃa las facturas de compra y no podÃa justificar su posesión. En cuanto a propiedades en serio, productivas, como campos, casas o fábricas, estaban descartadas porque ocuparÃan un lugar que ya tenÃa dueño, sin contar con que explicar cómo habÃan llegado a su poder serÃa imposible. Quedaba el viejo recurso, tan trillado en el imaginario colectivo, de «producir» oro. Lo probó, pero no servÃa: tenÃa que ir a venderlo, firmar papeles, y si lo querÃa convertir en un modo de vida se harÃa peligroso. Lo mismo los casinos. PodÃa hacer salir el número que quisiera en la ruleta, pero un par de experimentos lo convencieron de que no resistirÃa la tensión nerviosa de vivir de eso, lo que además lo obligarÃa a vivir viajando de casino en casino, tratando de no llamar la atención, paranoico, preocupado. En cuanto a ganar un premio grande en la loterÃa, nunca se atrevió, por la exposición pública.
Pero seguramente habÃa otros modos, o una combinación prudente de todos ellos. TenÃan inconvenientes, pero trabajar de mago también los tenÃa. Además, podÃa usar esos mismos poderes para anular cualquier problema que pudiera surgir. Y sin embargo, no habÃa encontrado la fórmula. En resumen, se sentÃa un estúpido, un fracasado, justo él, quizás el que menos motivos tenÃa en el mundo para no ser rico y feliz ya, de inmediato y para siempre. Con todo, equivocado o no, su camino habÃa funcionado. VivÃa bien, tenÃa un lindo departamento en Buenos Aires, una familia, y era un prestigioso profesional de variedades. Pero para acallar sus remordimientos por no haber sabido dar el mejor uso (o si no el mejor, mejor que el que le habÃa dado) a un don único en el mundo, y también por motivos más materiales, como vivir en una casa más grande y satisfacer las demandas crecientes de su esposa y de sus hijos ya adolescentes, habÃa decidido hacer un esfuerzo serio por progresar como mago, llegar a estrella, y cobrar millones por sus actuaciones.
En efecto, ¿qué le impedÃa llegar a ser el mejor? Las condiciones estaban dadas: podÃa hacer cualquier número de magia con sólo proponérselo, y estaba seguro de que le saldrÃa bien y no le descubrirÃan el truco (porque no lo habÃa). El problema estaba en que él no era mago por vocación, y no tenÃa la clase de talento o imaginación que hace que alguien se incline por ese trabajo. De hecho, debÃa confesar que en los veinte años que llevaba ejerciéndolo, no habÃa aprendido siquiera los rudimentos del oficio, más allá de los preliminares de charla y puesta en escena (y tampoco era especialmente bueno en eso). Era casi como un chico que jugara a ser mago, pero sobre un escenario y frente al público. Al principio de su carrera se habÃa limitado a reproducir con magia de verdad trucos clásicos y modernos que les habÃa visto hacer a otros magos. Y no salió de ahÃ. Con el tiempo reunió una colección de vÃdeos de magos de todo el mundo y seleccionaba lo que le parecÃa más vistoso y efectivo. Siempre tenÃa la intención de adaptar, modificar, mejorar, pero la indolencia y la falta de ideas podÃan más, y terminaba haciéndolos exactamente igual. No exactamente, porque él no necesitaba emplear trucos, pero lo que se veÃa era esencialmente lo mismo. Si un colega llegara a verlo en escena, tendrÃa motivos para sentirse perplejo, al ver que no habÃa ayudantes ni aparatos ni esas demoras o desplazamientos o distracciones bien disimulados en los que se basaba el truco. Pero al público le daba lo mismo.
Quizás, paradójicamente, la ventaja con la que contaba habÃa jugado contra él, y lo condenaba a la mediocridad. Si se trataba de hacer aparecer un conejo de la galera, lo hacÃa aparecer sin resortes, dobles fondos, espejos; no tenÃa que ponerse a pensar, ni preparar sus elementos, ni hacer ensayos. El público aplaudÃa, muy contento, y se quedaba pensando que habÃa un truco, bien pensado, bien ejecutado. Que era lo que él se proponÃa. Al público le habrÃa asombrado mucho enterarse de que él ignoraba tanto como ellos cuál era el truco, es decir cuál era el truco que empleaba en ese caso, y en todos los demás casos, un ilusionista convencional. No tenÃa la más remota idea de cómo funcionaban esos dobles fondos, esos resortes, esos espejos; cuando veÃa actuar a uno de sus «colegas», estaba en la misma situación que un niño de cinco años: le parecÃa magia. Y era lógico, porque cuando él reproducÃa el acto lo hacÃa con magia de verdad, porque podÃa, pero también porque no habrÃa podido hacerlo sin magia.
De modo que los números de magia más difÃciles, más «imposibles», no estaban fuera de su alcance. PodÃa realizarlos sin el menor esfuerzo, sin mover un dedo. ¿Pero cuáles eran esos números asombrosos y nunca vistos? Ahà estaba la clave del problema. El espectáculo de magia tenÃa sus leyes. No podÃa hacer desaparecer las paredes y el techo del teatro, o hacer flotar en el aire sobre las cabezas de los espectadores hipopótamos de nÃquel en tamaño natural, o transformar a una señora del público en un Volkswagen… Es decir, sà podÃa, pero corrÃa el riesgo de asustar, o despertar curiosidades incontrolables, y terminar matando a su gallina de los huevos de oro, tan laboriosamente criada a lo largo de veinte años. Asà que se limitaba a lo convencional y probado (probado por otros: por ilusionistas). Pero eso siempre se podÃa estirar un poco más, siempre se podÃa avanzar en dirección a lo inexplicable, porque de eso se trataba al fin de cuentas. Hasta ahora habÃa sido muy prudente, quizás demasiado. Con eso le habÃa alcanzado. Sus actuaciones, si pecaban de poco ambiciosas, siempre eran impecables; se habÃa hecho fama de cumplidor: al revés de sus colegas, que trabajaban con asistentes y aparatos sujetos a toda clase de inconvenientes, él siempre podÃa poner en escena su show con una hora de aviso, y no habÃa nada que pudiera fallar; por lo mismo, no tenÃa gastos y cobrando la tarifa normal ganaba el doble.
Pero ahora querÃa más. Estaba dejando de ser joven, y le pesaba cada vez más seguir utilizando su don de un modo tan mezquino. La edad, y el éxito que lo habÃa acompañado en su modesta esfera de acción, lo envalentonaban. HabÃa jurado que antes de cumplir los cincuenta años, cosa que sucederÃa en unos meses, se habrÃa desprendido de sus miedos, y harÃa lo que le diera la gana. ¿Acaso, se decÃa, un hombre que hubiera recibido el don prodigioso de volar, iba a pasar toda su vida sin volar sólo por miedo a llamar la atención? Era absurdo, lamentable, patético. De hecho, él podÃa volar, si querÃa; nunca lo habÃa hecho, porque sufrÃa vértigo, y, sÃ, habÃa que reconocerlo, para no llamar la atención.
Ahora justamente los «lÃmites» en la profesión se estaban ampliando dÃa a dÃa. ¿No «volaba» en el escenario ese imbécil de David Copperfield? ¡Y él se habÃa pasado veinte años sin atreverse a hacer la décima parte de eso, contentándose con sacar pañuelos de una copa de vino! Se sentÃa un pobre diablo. HabÃa visto todas las actuaciones de David Copperfield, y de los demás magos famosos de Las Vegas. Le habrÃa sido muy fácil copiarlos, y superarlos, pero a la vez era difÃcil, porque esos números tenÃan mucha puesta en escena, eran demasiado aparatosos. Para atravesar una pared, hacÃan tanta bambolla como para dar un golpe de Estado. Él podÃa atravesar una pared, y diez paredes, caminando nada más, poniendo un pie adelante del otro. Pero si lo hacÃa asÃ, era inevitable que fuera a parecer «una imitación barata de David Copperfield». Y ese tipo ganaba millones, mientras él sobrevivÃa.
Todo eso iba a cambiar muy pronto. Se lo habÃa prometido. El primer paso era su asistencia a esta reunión en Panamá. Después, Hong Kong. Lo de Panamá serÃa un ensayo. Lamentaba haberse mantenido tan al margen del aspecto social de su profesión: por ese motivo habÃa ignorado todos estos años que se hicieran congresos. Se enteró por casualidad, y vio que ahà podÃa estar la apertura que andaba buscando: un público de profesionales, al que en su caso ú ...